LA TORRE QUE AÚN NO SE TERMINA
“Pero el señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo, y pensó: “Ellos son un solo pueblo y hablan un solo idioma; por eso han comenzado este trabajo, y ahora por nada del mundo van a dejar de hacerlo. Es mejor que bajemos a confundir su idioma, para que no se entiendan entre ellos”.
Así fue como el Señor los dispersó por toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad. En ese lugar el señor confundió el idioma de todos los habitantes de la tierra, y de allí los dispersó por todo el mundo. Por eso la ciudad se llamó Babel” (Génesis, 11: 1-18).
* * *
Siete personas eran las que conformaban la población de aquella familia, que por decepción y deseos de salvación, había huido hacia las montañas de una tierra tropical, habitando un lugar remoto, inconcebible para el buen ojo de la civilización tecnológica, la que habían dejado ya bastante atrás, caminando durante largos días, sin apartarse el uno del otro, con la preocupación debida y la incertidumbre al tope, en una zona donde brotaba el enigma, y el misterio se respiraba hasta en el viento fresco que acariciaba los árboles del lugar.
Se habían establecido en una colina donde vivían de la agricultura, la caza, sus pequeños ranchos de bambú se alzaban presuntuosos luciendo su figura, cubierta con aquellas graciosas ropas, un plástico que habían traído del mundo y unas hojas grandes, verdes, que colocaron encima del plástico dando la apariencia de una casa de lechuga.
El alba fúlgida anunciaba en uno de aquellos días que el sol mostraría su sonrisa amarillenta a todos los terrestres. Y fue entonces cuando despiertas, las tres mujeres del grupo decidieron ir a buscar frutos, siendo este no más que el pretexto para intentar explorar aún más los rincones que les eran desconocidos a los demás, tanto a los dos hombres como a la niña y al viejo (compatriotas en el exilio voluntario).
Valientes y atrevidas cruzaron fronteras aún no ubicadas en las anteriores jornadas de exploración grupal que habían emprendido hace una semana. Ávidas, continuaron guiadas por la curiosidad del azar, hasta que un hecho realmente asombroso las dominó perplejamente; se encontraron ante una torre enorme, que se elevaba a una altura monumental. Se hallaba rodeada de unos árboles que parecían del tamaño de pequeños brócolis comparados con esa increíble maravilla cilíndrica hecha de ladrillos y otros materiales sólidos.
Contemplaban incrédulas aquel elemento hasta que un hecho insólito apareció en escena, ante sus ojos despiertos, una paloma blanca con un ramo de olivo en el pico se detuvo al pie de la torre y al verlas acercarse voló despavorida, pero antes de emprender la elevación desesperada el aleteo apartó un puñado de hojas livianas que cubrían el suelo. Al irse libre la paloma y despejar los alrededores de la torre, las tres mujeres pudieron divisar una larga inscripción en el polvo que decía: “una vez soñamos en constituir una nueva era donde humanos y dioses convivieran y se comunicaran, para ello intentamos construir esta torre que nacería de la tierra y culminaría en las nubes, allá donde duermen las deidades. Pero nuestro sueño quedó inconcluso, por eso rogamos a quien lea este mensaje que continúe la obra, la cual es la más ambiciosa que cualquier ser humano haya emprendido”. Habían apenas terminado de leer cuando una leve ráfaga acechó el lugar y volvió indistinguible alguna letra en el espacio donde antes se había formado la proverbial sentencia.
A partir de esto nada sería igual, lo sabían las mujeres testigos del acontecimiento. La frase aún revoloteaba en las cabezas de las espectadoras minutos después, quienes ante el silencio generalizado no sabían si los hechos eran reales o parte de una vivencia onírica producto de su extraña vida en la montaña.
Llegaron donde estaba el resto del grupo y decidieron contarles, llevándolos luego para que contemplaran la torre. Una vez en ella, atrapados por una escalofriante experiencia mítica, las mujeres hablaban del legado asignado por una extraña paloma con un ramo de olivo en el pico.
Existieron dudas al inicio dentro del grupo sobre la veracidad de la versión de las mujeres, sin embargo la prueba imponente de la torre, y el ramo de olivo que sostenía una de ellas volvía impensable cualquier cuestionamiento. Durante días deliberaron sobre el asunto, y por último decidieron ir a culminar aquel trabajo ya iniciado muchos años antes. Además la torre terminada llegaría a la altura de las nubes, favoreciendo la vista de los alrededores y podrían, gracias a ella, divisar la tierra entera.
Recogieron piedra, agua, arena del río y madera del bosque. Se organizaron todos para cumplir con el trabajo, una de las mujeres escaló a lo alto de la torre gracias a la ayuda de los hombres, desde allí usarían una cuerda que subiría un recipiente con el cual se cargarían los materiales necesarios. Fue así que trabajaron en el objetivo, sin más ayuda técnica que la proporcionada por el anciano, quien se había desempeñado en sus años de juventud como constructor.
Todos los miembros de aquella familia cumplían una función y se entendían a la perfección, como no se había visto hacía mucho en ningún grupo humano, menos en el actual dominado por objetos y fantasmas que ostentan el control de una sociedad que cree estar gobernada por humanos. Era esa la sociedad de la que huyeron Los Siete locos que continuaban la construcción de la torre. Incluso la niña escuálida cumplía su parte en la labor recitando (a la hora de las comidas, sobretodo en la noche) brillantes cuentos que había ingeniado su cerebro con una habilidad poética que no necesitaba manifestarse en papel. Era el momento catárquico de las complicadas sesiones de trabajo, donde se descargaba la fatiga con hechos inverosímiles, historias de un mundo muy distinto del que huyeron y que se convertían en nubes con formas de animales en la voz de aquella chiquilla encantadora.
Un día cualquiera, como algunos otros, escucharon un sonido como de animal volador, un helicóptero posándose muy cerca de su campamento. Era un aparato extraño, que como una libélula movía sus alas desesperadamente. En sus puertas estaban pintadas estrellas y barras que formaban una bandera tricolor: azul, blanco y rojo.
Llegaron Los 7 hasta donde estaba el animal volador, observaron como de los costados de aquel insecto mecánico salían tres hombres con armas sostenidas, y con unas barrigas protuberantes que caían vencidas por la gravedad. Eran dos hombres mayores, el tercero un joven obeso y rudo. De los dos hombres uno era un exsoldado, retirado de algún ejército que ni él recordaba, (padre del obeso), el otro un narcotraficante que transportaba en aquella libélula mecánica varios paquetes de un polvo mágico color blanco, que compraban a buen precio unos magos que vivían en el norte para poder darle fantasía eterna a sus muertas vidas.
Se habían detenido en aquellas colinas para revisar un posible daño en su nave. Al observar con mirada escéptica los catorce ojos que se posaban sobre ellos, el narcotraficante habló por los tres, al que apodaban Espíritu Santo, emitió un breve saludo presentándose él y los otros dos hombres. Solicitaron poder quedarse tres días con ellos, tiempo suficiente para averiar un fallo de la nave, para después volar al país de las maravillas, el norte bondadoso y próspero, la capital del mundo, de aquel mundo del que huían los nuevos habitantes de la montaña.
Generosamente albergaron a los extranjeros en sus ranchos, suspendiendo momentáneamente la entusiasta tarea de la torre.
En una noche, uno de los hombres del grupo de Los Siete conversaba con Espíritu Santo, contándole el ambicioso proyecto de la torre, implorando la máxima discreción ante un secreto que los llevaría a un lugar aún mejor del que estaban ahora para huir del mundo cibernético. Aquel experimentado narcotraficante, que había asesinado toda clase de posibilidades e ilusiones en su interior, reía a carcajadas ante lo que le parecían ocurrencias inevitables de una somnolencia irreparable. Luego de un largo rato de risas, sacó de sus bolsas un paquete con el polvo mágico que llevaba empaquetado en su animal volador, y le enseñaba al habitante del rancho los menesteres apropiados de mago. Aprendió el hombre rápidamente el artificio, y tanto le gustó el oficio de mago que se pasó toda la noche hasta el amanecer junto a la bolsita del misterioso polvo.
Llegó el tercer día y los visitantes se preparaban para marchar. Antes de alejarse, Espíritu Santo había regalado otra bolsita al hombre.
El día transcurrió entre alborozos de pájaros y viento, todo volvió a su anormalidad luego de que alzara vuelo la imponente máquina. Decidieron los demás que continuarían los trabajos en la torre, rodeados de una alegría indescriptible por la idea de cumplir con la sentencia escrita en el suelo, al pie del monumento en complicidad con la paloma. Sin embargo algo había roto la empatía y el perfecto entendimiento que tenían Los Siete, ya que el hombre aprendiz de mago se negó a trabajar, respondiendo con un humor agresivo que asustó a los demás seis que huyeron perplejos al ver la reacción del compañero.
Trabajaron todo el día hasta que llegó la noche y se encontraban descansando en sus ranchos, cuando la niña se disponía a narrar sus hermosas historias. El viejo notó la ausencia del miembro desertor, por lo que fue a buscarlo para que estuviera presente en el momento más querido y conmemorado por todos (Los Siete) desde que habían establecido sus rituales de vida. Caminó por la colina y encontró al hombre con una mirada inexpresiva, la nariz de catarata, con un manantial rojo que vertía de sus dos hoyuelos, trémulo, con una bolsa vacía en sus manos. Al principio se portó agresivo con su llegada, aunque la indomable experiencia del anciano le infundió el respeto necesario para, no sin un desgano evidente, acompañarlo a escuchar al ángel poeta, la hermosa niña de rizos de resorte.
Escucharon la primera historia, todos aplaudían exacerbados, inundados de alegría, gozaban, comían y reían. Pero había uno que temblaba, sin apetito, con un monstruo interior que le devoraba sus huesos, penetrándole las venas y mordisqueando su cerebro, vomitando los pedazos en el costado interno del cráneo, sintiendo palpitaciones interminables, aceleradas que avanzaban como una manada de bestias negras que en suicidio colectivo se dirigían al abismo de sus sesos. La niña empezaba la segunda historia, un típico cuento de hadas y magos. Recorría de manera elocuente los pasajes de la historia, su voz se extendía por los alrededores, y aquel hombre sentía como un chirrido que penetraba su todo, sus palabras se convertían en avispas que en tropel, pugnaban desesperadas por entrar en sus oídos con el chirriar de alas malditas que golpeaban la anatomía de su oreja. Su frente se volvía sudorosa, sus manos inseguras, su cabeza un motor imparable, su corazón era una bomba a punto de estallar, hasta que, en una acción incomprensible sacó de su costado un arma y disparó en la frente a la niña, que cayó de espaldas en un charco de sangre, lanzando el último suspiro que pondría fin a un cuento inconcluso. El arma había sido un regalo de su efímero amigo el narcotraficante, que había bautizado su ánimo de un santo espíritu de muerte. Al percatarse de su locura el hombre corrió lejos hasta donde se encontraba la torre y sin dudarlo, desprovisto de toda magia o fantasía acabó con su vida con un disparo en la sien.
Luego de este triste episodio, los cinco seres que despavoridos quedaron vivos en la altura de aquellas lejanas tierras, con ánimo de zapato, pisando la sombra de un silencio eterno, decidieron volver al mundo real, regresar a la tierra del derecho y la ciencia, la tierra de papeles verdes que reclaman para sí la atención de todos los confines, que vuelan como pájaros en el cielo del comercio, del imperio tecnológico. Y como peregrinos, la cabeza baja y con tristeza en la sangre, bajaron la colina para encontrar su destino, no sin antes dejar una inscripción en el monumento con la advertencia imperecedera: “esta torre aún no se ha terminado”.